miércoles, 9 de septiembre de 2009

Lo que aprendí de mi amigo Pancho

A veces creemos que nuestros maestros vienen en esas estampitas santificadas por el Vaticano, o por cualquier autoridad máxima de nuestras religiones.
En más de una ocasión descalificamos a nuestros grandes maestros porque no concuerdan con el ideal de lo que se nos ha enseñado acerca de ser santo, maestro o como quieras llamarle.
Esto lo descubrí, en teoría, hace mucho tiempo, cuando leí, no recuerdo dónde, la historia de un singular Maestro oriental. Este sabio tenía a su cargo un número de discípulos y entre ellos uno muy desordenado, que jamás cumplía con las tareas.
No hacía meditación, no seguía las instrucciones, en fin, todo lo hacía como se suponía no se debía hacer.
Una tarde se le acercó el mejor de sus discípulos, el más brillante, aquel que, a todas vistas, sería su sucesor y, aunque dudó, finalmente preguntó:
-Maestro, si es tan desordenado y no hace nada bien, ¿por qué continúa como su discípulo?
El Maestro sonrío, miró al cielo y dijo:
-Aunque ahora te parezca mentira él es el mejor de los maestros entre todos nosotros, pues nos permite ver el cómo no se deben hacer las cosas, además es auténtico y lo hace de todo corazón. Es su propia búsqueda, no me sigue a mí, tampoco mis palabras, pero sigue a su propio corazón. Tal vez nos parezca equivocado algunas veces, mas nos ha enseñado tanto de sí, que si se marchara recorrería el mundo entero para rogarle que volviese junto a nosotros.
El discípulo, un tanto confuso aún, bajó la cabeza y tímidamente acotó:
- Gracias Maestro, meditaré en sus palabras.
Cuando conocí a mi amigo Pancho recordé esta vieja historia.
Él era un maestro, no porque enseñara cómo hacer las cosas. No, para nada, era un maestro porque se había permitido vivir lo que viniese y como viniese. Es más, se había dado el permiso de buscar eso que llamamos aventura y, sin pensarlo mucho, seguirla hasta donde le llevara cada experiencia.
Me lo dijo esa mañana, no sé con qué grado de consciencia, ¡qué importa eso ahora!
-Yo soy tu maestro
Le miré algo asombrada.
Él siempre provocó en mí una extraña mezcla de sentimientos, por un lado quería abrazarle, era alguien gritando “ámenme”, o “quiero alguien que cuide de mí”, “soy frágil con un delicado corazón”; por otro lado, sentía que era alguien en quien podía refugiarme, como cuando era niña y, buscando un poco de afecto, abrazaba un osito de peluche que tuve por muchos años.
Pancho era tosco, sin duda un “reptiliano”, pero entre tanta aspereza en palabras y gestos, se escondía un gran corazón.
Esa tarde me sentía mal, golpeada, humillada como decíamos en mi grupo en la máxima de las bajas, por supuesto eso significaba que mi vibración estaba muy baja, muy densa y necesitaba ayuda, mucha luz. Pancho no sabía nada de ello, apenas nos habíamos conocido un par de días antes. No obstante, por esas causalidades de la vida, al enviar el mensaje desde mi celular, Pancho se me coló, aún no sé cómo pero sucedió. Recibió mi mensaje y, para mi gran sorpresa, su llamada llegó unos cinco minutos después de mi s.o.s. Fue el primero en contestar.
Me sentí avergonzada, no sabía qué decir, ni cómo explicarme. Al final descargué mi tristeza en él. Fue entonces cuando comprendí por qué se autodenominó mi maestro.
_sé elástica, dijo.
-Cede, no importa cuánto, solamente cede y verás qué bien funciona.
Nunca olvido su gesto, desde entonces guardo por él un gran aprecio, pues sé que él es mi amigo y lo será por siempre, no importa lo que pase y a dónde la vida nos lleve, Pancho es mi amigo y mi maestro.
Unos días antes estuvo contándome acerca de su vida, había vivido siempre a su manera, me habló de sus múltiples experiencias en la vida. Había hecho de todo, había pasado por mucho. Había visto y experimentado más de lo que yo había imaginado en toda mi vida.
Era un aventurero, había bebido, parrandeado, había tenido muchos amores y se había dado el lujo de vivir estados alterados de conciencia de la mano de verdaderos maestros, siempre a su manera. Parecía que Pancho era aquel discípulo que enseñaba como no se debe experimentar la ascensión, pero no era cierto.
Descubrí que en sus toscos gestos había tanto amor por la vida, por la gente, por las cosas en general, como sólo un auténtico maestro podía sentir. Estando cerca de él, en apenas unos cuantos días, comprendí que no se puede vivir sólo de palabras, de teorías o de maneras preconcebidas para hacer las cosas. Simplemente hay que hacerlas y aceptarlas como vienen, dejarse llevar y estar atentos. Es la única manera de conocernos, de saber de qué y hasta dónde somos capaces de vivir sin temor, sin vergüenza, sólo vivir, como el viejo Zorba, el griego que remontaba mares y, sin importar lo que sucediese, en medio de una cruenta guerra, se subía a los tejados a bailar y a disfrutar de la brisa, a vivir el momento sin prejuicios, sin detenerse por un mañana o un ayer que no existen. Se trata de sólo vivir cada instante, experimentarlo, saborearlo como si fuese el único, porque de veras es así, único.
Pancho me había puesto de nuevo frente a toda la creación, mi creación, lo que hiciera o dejara de hacer con ella era sólo un asunto mío.
Me había enfrentado a la realidad que parecía haber olvidado. Mi problema con mis hermanas era sólo mi reflejo. Lo que criticaba en ellas no era más que lo que estaba en mí.
Muy a su manera, Pancho me estaba diciendo que mi mirada se había equivocado, pues estaba buscando afuera lo que estaba dentro de mí. No había a nadie a quien culpar. Ahora me tocaba aprender a asumir mi propia realidad. Por eso, sabiamente, me dijo “sé elástica”, pues debía ser flexible conmigo misma y luego, con los otros.
Fotografías: www. laboutiquedelpowerpoint.com e Image Bank

lunes, 17 de agosto de 2009

Para trabajar contigo mis apegos (II)


No encuentro cómo empezar a contarte esta historia. Digamos que el dolor que sentí al tener que devolverle a la vida a Sai Râm, fue porque me había quedado “sola”.
Mi hija se había marchado, y en muy malos términos conmigo. Luego de cuatro meses, no sabía dónde estaba, dónde vivía, tampoco supe nada de mi nieto en todo ese tiempo. Simplemente, nuestra relación se había roto, yo la daba por terminada, tanto, que me atreví a escribir lo siguiente: “Se dice que madre e hija es un vínculo para siempre, pues yo puedo decir ahora que no es así.”
Una tarde llegué a mi casa donde, por cierto, tenía miles de problemas, pues de ser una casa familiar, mi hermana se la había apropiado y la reclamaba para sí. Así se pasó meses vociferando, agrediéndome, incluso golpeándome físicamente para que me marcharse, mas yo, simplemente, no tenía donde ir. Y, por esas cosas que la vida nos da para experimentar y crecer, tuvimos que aprender a soportarnos. Ella, por su lado, escondía la comida, hasta las servilletas las guardaba en su nevera, para que yo no las usase. Entretanto, yo aprendí a tener paciencia con tanta miseria. La comida se perdía pero ella prefería eso a compartirla. De esa forma se me fueron borrando, hasta que un día ya no la vi más. Era como si hubiésemos comenzado a vivir en planos paralelos.
Pero, volviendo a mi historia, llegué esa tarde de mi empleo y ¡sorpresa!, mi hija y mi nieto estaban de visita. Él tenía mucha fiebre y mi hija se notaba cansada, demacrada, marchita. Supongo que lo que estaba viendo era el resultado de las horas de trabajo, su comer a destiempo y el no dormir bien.

-Hola Gigi- me dijo suavemente, abrazándome.
_Hola mi vida, respondí emocionada. ¡Había crecido tanto!. Cuando le toqué supe el porqué de su carita, tenía mucha fiebre.
En ese momento mi hija se acercó
-Hola mami- y me dio un beso
-Voy a llevar al niño al médico
-Sí, veo que tiene mucha fiebre- dije. –¿Sabes de qué?- pregunté.
-No mami, por eso lo llevo al médico.
Entonces dijo:
-Mi amor despídete de Gigi
El niño me miró y comenzó a llorar
-¿Qué sucede?- le pregunté, e inmediatamente repuse: -¿Quieres que te acompañe?
Movió su cabecita afirmando.
Fui con ellos, él y yo íbamos conversando en el auto, como si no hubiese pasado nada y, de repente le toco, la fiebre había comenzado a bajar. Entonces me dirigí a mi hija:
-¿Le diste algo para la fiebre?
-No mami, ¿por qué?, preguntó
-Porque la fiebre ha comenzado a bajar
-Sí, me he dado cuenta que las fiebres en él son emotivas
_No son emotivas -interrumpió el niño-. Yo no estoy emotivo
-¿Y entonces de qué es?, preguntó su madre
_ Es que me duele el estómago, respondió el niño
-Bien,¿nos devolvemos o prefieres ir al médico?
-Prefiero ir al médico.
E intervine, como madre al fin:
-Creo que lo mejor es que lo vea el pediatra, no sea que a medianoche se ponga peor.
Continuamos camino al consultorio, mas cuando llegamos, la secretaria nos informó que el médico estaba de vacaciones.
-No tengo otro pediatra- dijo mi hija
-¿Por qué no consultas para ver si hay alguien de guardia?
-No mami, vamos a la farmacia y le compro lo que él acostumbra a tomar para la fiebre.
-Pero hija- traté de refutar.
-Tranquila mami.
No quise intervenir, pues sabía que terminaríamos discutiendo y no quería eso.
Nos regresamos y ella me dejó en casa. El niño y yo nos despedimos con un fuerte abrazo, pero ambos queríamos seguir juntos.
Él se quedó mirándome a través de la ventanilla y yo me quedé parada en la acera, viendo cómo se alejaban.
En ese instante entendí que el amor no tiene apegos. No es un querer estar juntos por encima de ti y de mí. Es, simplemente, un lazo que viene y se nutre del corazón, nada más.
No obstante, es difícil comprender y vivir con ello. El reloj marcaba las 8:20 de la noche cuando mi teléfono sonó:
-Hola Gigi, te extraño mucho
-Yo también mi vida. Te amo y siempre te amaré. ¿Viste? tú me llamas y estamos juntos.
-Sí. Chao Gigi
Rompí a llorar, pero entendí que el niño se sentía mal y buscaba refugio en mí. Así que debía ser fuerte y no perder el tiempo llorando, sino dándole fuerza, energía sanadora, eso era lo que él necesitaba, las lágrimas eran el drama de mi ego, “así que puede esperar o aguantarse”, me dije.
Me comuniqué con mi hija por la mañana y el niño había estado mal. Lo llevó a medianoche a una emergencia médica, pues la fiebre era muy alta, además había vomitado.
-Pasó mala noche mami, porque el medicamento que le inyectaron para la fiebre le hizo una reacción alérgica, así que tuve que llevarlo por segunda vez, en eso pasamos toda la noche, pero ya está mejor.
Él intuyó y yo traté de ayudarle lo mejor que pude. Seguíamos comunicándonos desde el amor, yo le daba mi protección aún sin estar físicamente a su lado y él lo sentía. A cambio, él me daba la oportunidad y la alegría de ser madre por partida doble. Comprendí en mí lo que significaba ser abuela. Es maravilloso lo que descubrí, ser abuela es ser madre sin apegos.
Le había entregado a la vida a mi hija, ahora a mi nieto y ya no quedaba más que el vacío del espíritu, donde sólo cabe Dios. La cuestión ahora era cómo mantener ese estado.
Fotos del álbum familiar